Oda de Safo I

¡Oh, tú, en cien tronos Afrodita reina,
hija de Zeus, inmortal, dolosa:
no me acongojes con pesar y tedio
ruégote, Cipria!

Antes, acude como en otros días,
mi voz oyendo y mi encendido ruego;
por mí dejaste la del padre Jove
alta morada.

El áureo carro que veloces llevan
lindos gorriones, sacudiendo el ala,
al negro suelo, desde el éter puro
raudo bajaba.

Y tú, oh, dichosa, en tu inmortal semblante
te sonreías. «¿Para qué me llamas?
¿Cuál es tu anhelo? ¿Qué padeces hora?»,
me preguntabas.

«¿Arde de nuevo el corazón inquieto?
¿A quién pretendes enredar en suave
lazo de amores? ¿Quién tu red evita,
mísera Safo?

»Que, si te huye, tornará a tus brazos
y más propicio ofrecerate dones
y, cuando esquives el ardiente beso,
querrá besarte».

Ven, pues, oh, diosa, y mis anhelos cumple;
liberta al alma de su dura pena,
cual protectora, en la batalla lidia
siempre a mi lado.

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